Habíamos nacido en la polvareda, cuando ya los músicos y los comensales habían partido cascando. La geografía estaba llena de agujeros de bala en las paredes y hasta los vendedores callejeros eructaban himnos militares. En la palma de la mano estaban los sobrenombres. En el aire todo el resto, y ahí quedó. En la disyuntiva de todos los destinos posibles, dejábamos caer un dedo ciego sobre el mapa. Había que atenerse a las consecuencias, huir siempre antes de que fuera demasiado tarde. Y había que gritar, bailar, beber, reír en cantidades monstruosas. Hacía daño mirarse mucho rato a los ojos. Ante la imposibilidad de elegir, la fórmula era tomar un libro como si nada, discutir sobre el desamor o sobre menús, salir a andar en bicicleta, caminar bajo la lluvia, seguir bebiendo, seguir riendo, qué sé yo. Poner cara de duda cuando alguien nos decía la hora. Fotografiarnos obscenísimos en el baño preservando sólo el pudor de la Maja Desnuda. Hacer un huevo frito y ponerle vino. Caminar en puntillas sobre una pandereta. Hablar de nosotros como si se tratara de dibujos animados. Disfrazarse todos de corsario y declararse en ayunas simulando una jornada de iniciación. Daba lo mismo. Siempre supimos que perder el tiempo era el mejor modo de ganarlo...”
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